Check-in #40 — Un hotel dueño de sí mismo
A menudo nos fijamos demasiado en los detalles de un hotel sin reparar que a menudo su existencia o no depende del modelo de negocio que haya decidido esa hotelera.
El otro día un amigo me escribió desde un Four Seasons. Era su primera vez en uno de sus hoteles. No me habló del desayuno, ni del colchón, ni del spa. Me habló de unas gafas. Y de cómo durante la primera limpieza de la habitación las posaron sobre una gamuza de cortesía para poder limpiarlas:
Lo escribió con ese tono de quien está un poco fascinado. Como si el hotel lo hubiera mirado con atención. Como si, de pronto, el lujo fuera algo mucho más sencillo y más difícil: que alguien se fijara. Eso, pensé, es lujo. No por lo que cuesta, sino por lo que implica. Porque para que alguien te deje una gamuza como si fueras el único huésped de la casa, hace falta algo más que buen gusto. Hace falta un sistema que funcione sin hacer ruido. Una forma de trabajar que permita a una persona —una camarera, un mayordomo, un recepcionista— tomar una decisión así sin pedir permiso. Saber que ese gesto está en el centro de lo que se espera. Y eso nos lleva a algo a menudo invisible: el modelo de negocio del hotel.
Hay cadenas hoteleras que son dueñas de los edificios donde se ubican los hoteles que operan. Los han comprado, los han construido, los sienten como propios. Marcas como The Peninsula o Belmond. En esos casos, todo depende de ellos: la moqueta, el personal, la forma en que se sirve el café. No hay intermediarios. Si algo sale bien, ganan. Si algo sale mal, pierden.
Otras cadenas, como Four Seasons, no son dueñas del edificio. Lo gestionan. Operan bajo contratos con los propietarios, que pueden ser fondos de inversión, familias ricas o promotores. El hotel no les pertenece, pero sí la responsabilidad sobre lo que ocurre dentro. Ellos forman al equipo, fijan los estándares, supervisan cada detalle. El propietario paga la obra; Four Seasons pone el alma.
¿Y eso se nota? Claro que sí.
Porque cuando la marca es también el dueño, todo está alineado. No hay discusiones sobre si se cambia la lámpara o se contrata a un mayordomo más. Se hace, si encaja con la visión. Pero en los modelos de gestión, el equilibrio es más delicado. El operador quiere excelencia. El propietario quiere retorno. Cuando se entienden, el huésped gana. Cuando no, las esquinas empiezan a verse menos redondeadas. Las flores duran un día más. El zumo ya no es tan natural.
Lo que diferencia a Four Seasons es que solo firma contratos si le dejan hacerlo todo a su manera. No aceptan atajos porque su marca lo es todo. No negocian su forma de hacer las cosas. Entrenan, auditan, repiten. Y por eso, aunque no sean los dueños del edificio, sí son los guardianes de la experiencia.
Volvamos a la gamuza. Eso solo pasa cuando todo el sistema lo permite. Cuando no hay miedo a gastar un poco más, a invertir tiempo, a hacer las cosas bien aunque nadie las vea. Y eso tiene que ver con cómo está montado el negocio.
Por eso, la próxima vez que te alojes en un hotel y notes algo que no pediste —pero que agradeces—, piensa en esto: ¿quién manda aquí? ¿Quién puede decidir que tú mereces una gamuza para tus gafas?.
En los mejores casos, no importa si el hotel es suyo o no. Porque lo importante —lo que marca la diferencia— es que alguien, en algún despacho o pasillo, decidió que valías la pena. ¿No crees?.
Nos vemos en el próximo check-in.